Frío bajo la tormenta
La tormenta explotaba en el cielo negro. La luz de los relámpagos estallaba en los charcos de la pista. Los truenos sacudían las ventanas mojadas de gotas de lluvia gordas, frías y pesadas. Yo miraba desde el cuarto del hostal, sentado en la parte de abajo de la cama camarote. Hacía 15 minutos que había caminado por la tormenta y me había empapado. Ahora estaba con ropa seca, pero, aun así, la superficie de mi cuerpo se sentía húmeda y tenía frío. Junté mis piernas y mis brazos para mantener y aumentar el poco calor que tenía adentro. Me quedé en esta posición hasta que llegó otro huésped al cuarto compartido. Me levanté, lo saludé, y me fui. Esta era la tercera noche y ya había conocido algunas personas. Me dirigí al comedor del hostal a ver con que otros viajeros podría conversar esta noche.
Deseé encontrar a un amigo que había hecho ayer. Él era mayor que yo y me había contado muchas cosas que me habían intrigado y gustado. Me contó, con su lento modo de hablar, que se acababa de casar con su novia de tres años porque la había embarazado, que ahora tenía un bebé de tres meses, que se había ganado una beca para estudiar turismo en la Universidad de París y que se mudaría con su esposa y su hijo, quienes llegaban en una semana, a la ciudad universitaria de dicha ciudad. Yo le había contado que había vivido en muchos lugares, que me acababa de graduar de la universidad (la cual reconoció), que este era el quinto y penúltimo país en mi ruta por Europa, que hablaba cuatro idiomas, y que había decidido tomar, y estaba tomando, clases de francés todos los días.
Entré al comedor y vi a mi amigo sentado y hablando con un señor en una de las tres mesas rectangulares, blancas y largas, donde mucha gente comía y tomaba (té, cerveza, café o vino). Me senté junto a él sin que me percibiera y cuando me vio, me saludó con una sonrisa acogedora, lo cual me dio alegría. Le pregunté qué sitios turísticos había visitado hoy. La torre Eifel para acompañar a unos españoles que acababan de llegar y que nunca la habían visto, me dijo. Le respondí que era muy buena gente al hacer esto y me preguntó qué había hecho yo. Fui a mis clases de francés, después caminé por la ciudad sin ningún rumbo en particular, me tomé un café como si fuera un típico parisiense y regresé al hostal, le dije. Hablamos con el señor a su costado. Él era un cocinero que vivía a cinco horas de París y acababa de regresar de Tailandia donde había ido a buscar una esposa. Estaba de pasada, se quedaría en el hostal sólo una noche. Su historia me pareció extraña pero luego la romanticé y me gusto.
Eran las diez de la noche y la gente mayor se iba del comedor mientras que la gente joven se acumulaba. Grupos lingüísticos se formaban y el volumen y animosidad de las conversaciones se elevaba. Junto a mí, pasaron unas australianas muy atractivas, rubias, en tops celestes, que había conocido en la mañana. Me dijeron hola en inglés y les respondí el saludo mientras iban a la cocina junto al comedor. Comenté lo simpática y atractivas que estaban a mi amigo; si quieres, te las presento le dije. El tuvo una reacción muy peculiar, se contrajo y me dijo que le daba miedo, ya estaba casado.
Lo miré con curiosidad. ¿Por qué pensaría algo así? Miré su rostro. Una barba recién crecida y desordenada, pelo negro, cejas negras, piel blanca y ojos negros, algo chicos, difíciles de ubicar. A veces me parece que hay dos tipos de ojos: los que, obsesionados, tratan de entenderlo todo, que parecen salirse de sus agujeros y a veces se quedan fijos en algo, y los que no llaman la atención, que son otra parte del todo, que no miran fijándose en el objeto, mas bien pareciera que no hubiera diferencia entre ellos y éste. Yo pienso que esos eran el tipo de ojos de mi amigo.
Creo que le había molestado mi comentario sobre las australianas, pues empezó a mirar de lado a lado, ansioso. De repente me miró,vamos a comprar unas cervezas, dijo. Salimos del hostal a la calle mojada y negra, agua cayendo del borde de los techos. Caminamos a la tienda de la esquina, donde compramos una cerveza de litro. Al salir, nos tropezamos con las australianas. Ellas estaban alegres, riéndose de algo. Nos saludamos y pregunté si también iban a comprar unas cervezas. Dijeron que sí y observé como sus ojos se desviaban a mi amigo. Propuse que se sentaran con nosotros cuando regresen al comedor del hostal. Nos dijeron que lo pensarían, mi amigo y yo seguimos de largo entre las calles mojadas hacia el hostal.
¿Por qué las invitaste a tomar unos tragos con nosotros? Dijo mi amigo.
¡Están guapas, eh! Le dije sonriendo.
Llegamos al hostal y nos sentamos en el comedor con la cerveza y dos vasos. Mi amigo abrió la botella y sirvió. Tomamos y empezamos a hablar sobre su tierra natal. Había crecido en un desierto muy árido, recio. Me contó como su padre una vez lo había castigado durísimo por haber tirado piedras a los niños pobres que pasaban por detrás de su casa. Mi padre me hizo mucho bien al castigarme, me dijo. No entendí esta anécdota, ne entendí como un castigo podría afectar la formación de uno, ni tampoco entendí por qué alguien le quisiera tirar piedras a otras personas. Me serví otro vaso de cerveza, estaba tomando bastante rápido mientras escuchaba. De pronto sentí la voz aguda de una de las australianas. Ya un poquito picado por el alcohol, les pregunté si se querían sentar con nosotros. Trajeron dos cervezas más y las dos se sentaron al lado de mi amigo en frente de mí. Comencé a animar el grupo. Le presenté las dos chicas a mi amigo y hablé un poco de donde eran ellas y de donde era mi amigo. Cuando ya no se pudo hablar más de este tema, empecé otro, y así fui manejando y animando la conversación hasta que tomo una vida propia.
Pasamos conversando un buen tiempo. Yo ya estaba algo borracho y la idea de que pase algo con ellas se me hacía distante e irrelevante. Vi a mi amigo y parecía que estuviera divirtiéndose. La conversación era sobre la diferencia en la comida de sus países. Ya se hacía tarde y las chicas tenían que levantarse temprano para irse a un tour. Se decidió intercambiar direcciones de correo electrónico. También lo hice, pero después de tanto viaje, yo ya sabía que esas cosas no sirven para nada. Nos despedimos todos y le dije a mi amigo que nos veríamos mañana en la noche, lo cual yo no estaba del todo seguro.
Entré a mi cuarto oscuro, no prendí la luz porque había tres personas durmiendo; fui a mi cama, saqué mi mochila debajo del catre, busqué mi botella de agua y me la tomé toda porque no quería despertarme con dolor de cabeza. Me eché y miré la barra de fierro del camarote de arriba. La quise tocar pero me dio flojera, debía de estar fría y fresca entre mis dedos. Esa sensación me habría hecho sentir más real, más presente, pero ya me estaba durmiendo y otros pensamientos me vinieron: cosas que no comprendía, cosas que había visto, gente que había conocido. Me dormí sabiendo que este sería mi última noche en París y que otras mejores impresiones me esperarían en el viaje.
La tormenta explotaba en el cielo negro. La luz de los relámpagos estallaba en los charcos de la pista. Los truenos sacudían las ventanas mojadas de gotas de lluvia gordas, frías y pesadas. Yo miraba desde el cuarto del hostal, sentado en la parte de abajo de la cama camarote. Hacía 15 minutos que había caminado por la tormenta y me había empapado. Ahora estaba con ropa seca, pero, aun así, la superficie de mi cuerpo se sentía húmeda y tenía frío. Junté mis piernas y mis brazos para mantener y aumentar el poco calor que tenía adentro. Me quedé en esta posición hasta que llegó otro huésped al cuarto compartido. Me levanté, lo saludé, y me fui. Esta era la tercera noche y ya había conocido algunas personas. Me dirigí al comedor del hostal a ver con que otros viajeros podría conversar esta noche.
Deseé encontrar a un amigo que había hecho ayer. Él era mayor que yo y me había contado muchas cosas que me habían intrigado y gustado. Me contó, con su lento modo de hablar, que se acababa de casar con su novia de tres años porque la había embarazado, que ahora tenía un bebé de tres meses, que se había ganado una beca para estudiar turismo en la Universidad de París y que se mudaría con su esposa y su hijo, quienes llegaban en una semana, a la ciudad universitaria de dicha ciudad. Yo le había contado que había vivido en muchos lugares, que me acababa de graduar de la universidad (la cual reconoció), que este era el quinto y penúltimo país en mi ruta por Europa, que hablaba cuatro idiomas, y que había decidido tomar, y estaba tomando, clases de francés todos los días.
Entré al comedor y vi a mi amigo sentado y hablando con un señor en una de las tres mesas rectangulares, blancas y largas, donde mucha gente comía y tomaba (té, cerveza, café o vino). Me senté junto a él sin que me percibiera y cuando me vio, me saludó con una sonrisa acogedora, lo cual me dio alegría. Le pregunté qué sitios turísticos había visitado hoy. La torre Eifel para acompañar a unos españoles que acababan de llegar y que nunca la habían visto, me dijo. Le respondí que era muy buena gente al hacer esto y me preguntó qué había hecho yo. Fui a mis clases de francés, después caminé por la ciudad sin ningún rumbo en particular, me tomé un café como si fuera un típico parisiense y regresé al hostal, le dije. Hablamos con el señor a su costado. Él era un cocinero que vivía a cinco horas de París y acababa de regresar de Tailandia donde había ido a buscar una esposa. Estaba de pasada, se quedaría en el hostal sólo una noche. Su historia me pareció extraña pero luego la romanticé y me gusto.
Eran las diez de la noche y la gente mayor se iba del comedor mientras que la gente joven se acumulaba. Grupos lingüísticos se formaban y el volumen y animosidad de las conversaciones se elevaba. Junto a mí, pasaron unas australianas muy atractivas, rubias, en tops celestes, que había conocido en la mañana. Me dijeron hola en inglés y les respondí el saludo mientras iban a la cocina junto al comedor. Comenté lo simpática y atractivas que estaban a mi amigo; si quieres, te las presento le dije. El tuvo una reacción muy peculiar, se contrajo y me dijo que le daba miedo, ya estaba casado.
Lo miré con curiosidad. ¿Por qué pensaría algo así? Miré su rostro. Una barba recién crecida y desordenada, pelo negro, cejas negras, piel blanca y ojos negros, algo chicos, difíciles de ubicar. A veces me parece que hay dos tipos de ojos: los que, obsesionados, tratan de entenderlo todo, que parecen salirse de sus agujeros y a veces se quedan fijos en algo, y los que no llaman la atención, que son otra parte del todo, que no miran fijándose en el objeto, mas bien pareciera que no hubiera diferencia entre ellos y éste. Yo pienso que esos eran el tipo de ojos de mi amigo.
Creo que le había molestado mi comentario sobre las australianas, pues empezó a mirar de lado a lado, ansioso. De repente me miró,vamos a comprar unas cervezas, dijo. Salimos del hostal a la calle mojada y negra, agua cayendo del borde de los techos. Caminamos a la tienda de la esquina, donde compramos una cerveza de litro. Al salir, nos tropezamos con las australianas. Ellas estaban alegres, riéndose de algo. Nos saludamos y pregunté si también iban a comprar unas cervezas. Dijeron que sí y observé como sus ojos se desviaban a mi amigo. Propuse que se sentaran con nosotros cuando regresen al comedor del hostal. Nos dijeron que lo pensarían, mi amigo y yo seguimos de largo entre las calles mojadas hacia el hostal.
¿Por qué las invitaste a tomar unos tragos con nosotros? Dijo mi amigo.
¡Están guapas, eh! Le dije sonriendo.
Llegamos al hostal y nos sentamos en el comedor con la cerveza y dos vasos. Mi amigo abrió la botella y sirvió. Tomamos y empezamos a hablar sobre su tierra natal. Había crecido en un desierto muy árido, recio. Me contó como su padre una vez lo había castigado durísimo por haber tirado piedras a los niños pobres que pasaban por detrás de su casa. Mi padre me hizo mucho bien al castigarme, me dijo. No entendí esta anécdota, ne entendí como un castigo podría afectar la formación de uno, ni tampoco entendí por qué alguien le quisiera tirar piedras a otras personas. Me serví otro vaso de cerveza, estaba tomando bastante rápido mientras escuchaba. De pronto sentí la voz aguda de una de las australianas. Ya un poquito picado por el alcohol, les pregunté si se querían sentar con nosotros. Trajeron dos cervezas más y las dos se sentaron al lado de mi amigo en frente de mí. Comencé a animar el grupo. Le presenté las dos chicas a mi amigo y hablé un poco de donde eran ellas y de donde era mi amigo. Cuando ya no se pudo hablar más de este tema, empecé otro, y así fui manejando y animando la conversación hasta que tomo una vida propia.
Pasamos conversando un buen tiempo. Yo ya estaba algo borracho y la idea de que pase algo con ellas se me hacía distante e irrelevante. Vi a mi amigo y parecía que estuviera divirtiéndose. La conversación era sobre la diferencia en la comida de sus países. Ya se hacía tarde y las chicas tenían que levantarse temprano para irse a un tour. Se decidió intercambiar direcciones de correo electrónico. También lo hice, pero después de tanto viaje, yo ya sabía que esas cosas no sirven para nada. Nos despedimos todos y le dije a mi amigo que nos veríamos mañana en la noche, lo cual yo no estaba del todo seguro.
Entré a mi cuarto oscuro, no prendí la luz porque había tres personas durmiendo; fui a mi cama, saqué mi mochila debajo del catre, busqué mi botella de agua y me la tomé toda porque no quería despertarme con dolor de cabeza. Me eché y miré la barra de fierro del camarote de arriba. La quise tocar pero me dio flojera, debía de estar fría y fresca entre mis dedos. Esa sensación me habría hecho sentir más real, más presente, pero ya me estaba durmiendo y otros pensamientos me vinieron: cosas que no comprendía, cosas que había visto, gente que había conocido. Me dormí sabiendo que este sería mi última noche en París y que otras mejores impresiones me esperarían en el viaje.